Una mañana inolvidable en Bazurto

Esta mañana, sin saber bien a donde iría partí acompañada de la reina de la fritanga en Cartagena de Indias, Ana Tulia Gómez Peña, mi madre, su fiel protector y un tío al mercado de Bazurto. Con la mirada atónita de quienes preguntaban si yo era Colombiana pues no entendían mi interés, entre a invadir por varias horas su territorio. Todo esto terminó en una alegre y bullosa velada, llena de sol, un sombrero del lugar y un corazón lleno de amor y alegría digno de ser el mejor regalo de Navidad que puedo haber recibido.

Hace unos meses me enviaron una invitación para asistir al Congreso Gastronómico del Caribe, bellísimo por cierto. De inmediato se me prendió el bombillo y dije, esta es la oportunidad que tengo de conseguir quien me lleve al corazón de la cocina cartagenera. Solo ayer llegaba a esta misma hora a la ciudad, en sudadera, con un vestido para el evento, cámara, jeans y chanclas para la visita que quería hacer la mañana siguiente. Yo soñaba con internarme en el mercado de Bazurto, y conocer a las transimoras de nuestras tradiciones y deliciosas comidas típicas del caribe colombiano. Esas personas que día a día madrugan para darnos la caliente arepa con huevo o el crujiente pescado frito, alimentos que crecieron con nosotros y con muchas generaciones de costeños. Con gusto trabajan entre sus manos amasijos como los bollos, las carimañolas y muchas de nuestras laboriosos pero indispensables delicias caribes. Y así fue.

Temprano nos llevaron con Ana Tulia, nuestra guía y experta al soleado mercado, a un costado del mar y donde ya se estaban trabajando en la limpieza de todo tipo de pescados y mariscos. Allí aprendí, luego de ya haber escrito todo un libro sobre la cocina colombiana, como se corta el bocachico arrollado (que es tajado en cortes laterales cada ½ centímetro y en perfecta armonía ), también y el que no tiene cortes, es solo abierto para salarlo y luego preparar un delicioso cabrito al carbón envuelto en hoja de bijao. Al pescado que se va a freír lo desvisceran, los lavan muchas veces, les enjuagan una ultima vez en jugo de limón para luego sazonar y llevar a la olla de aceite que el carbón y un abanico de paja mantienen a una temperatura perfecta para un frito crujiente y dorado. Vimos variedades de pescados enteros recién llegados entre ellos enromes sábalos, bocachicos, pargos, mojarras, sierras, hasta camarones y crustáceos. Hablamos un rato mientras veiamos abrir ostras recién llegadas de los mangles y preparadas deliciosamente con jugo de limón, ajo, sal y poco mas. Creo que todos los vecinos del lugar se alimentan de estos manjares diariamente porque tienen una luz que irradia en su mirada: energía que sale en sus jocosos y fuertes comentarios.

De allí pasamos a la zona donde se preparan las comidas típicas para los comederos. Habían calderos enormes llenos de humeantes y aromáticos arroces, sopas, sudados y mas, colocados sobre fogones altos encendidos con trozos hirvientes de carbón. Mis pies, descubiertos sentían un fogonazo que no podía resistir al acercarme para fotografiar las coloridas ollas. Pero solo estaba ahí unos segundos, como harían estas damas de la olla colombiana para hacerse allí día tras día y preparar con tanto amor y orgullo estos platos. En cada tienda habían variedades de comida. Arroz con coco, arroz mixto, pollo sudado, puerco sudado, chicharrones, carne en posta, sopa de verduras, sancocho de pescado y mas. Todas estas especialidades de la culinaria caribe, preparadas con las mas puras y tradicionales recetas que no son escritas sino trasferidas, casi genéticamente, como yo aprendí a hacer tortas, de madre a hija. Los olores atraían cada uno en su intrínseca sencillez y se mezclaban con los de las hierbas y aliños que se utilizan muy cerca.

El señor de las verduras Carlos, no solo vende si así lo deseas, sino que también “pica bien chiquitico” y porciona estas para todos los comerciantes del lugar, y son mas de cien. Trabaja en un espacio de 40 x 40 centímetros con una tabla de madera de 20 x 30 y un cuchillo de marca no conocida. Limpia, taja y entrega un innumerable cantidad de bultos y cajas de cebollas, ajos, ajíes, zanahorias y tomates para todos sus agradecidos clientes. Estos apenas tienen espacio para la preparación de sus platos así que la basura y los desperdicios que Carlos no deja llegar, agilizan el proceso. Es un ritmo casi orchestral, no se siente ni se ve a nadie correr, ni gritar, ni estresarse. Todo sucede en una agitada calma, con conversa entre amistades que a la vez son clientes y en una perfección y repetitividad increíble. El sancocho de hoy es exactamente igual al de mañana. No hay recetas, ni balanzas ni libros, solo mentes y corazones dedicados a su labor.

Las masas de las musas tienen también su zona. Aquí vemos manos que pelan la yuca, montanas de cáscara que han dejado su huella al ser convertida esta en jugosa y blanca raíz sancochada y que unos metros mas adelante muelen los señores en molinos motorizados. Hay bultos de maíz fresco y pilado que se trabajan para luego preparar masa de empanadas y bollos que arman allí mismo pero esta vez con manos femeninas. Hay cascarilla de frijolito de cabecita negra con el que estuvieron haciendo buñuelos de estos pero que ya no vemos. Es un área húmeda, un poco mas oscura que la parte de delante del mercado donde estábamos con los pescados pero donde igualmente encuentro caras amables y alegres, complacidas con su trabajo y orgullosos de ser fotografiados como les dice Ana Tulia para que el mundo vea que hacen los Colombianos con sus manos trabajadoras.

Antes de salir de nuevo a las casetas soleadas, pasamos por una gran zona de expendio de carnes. Aquí, sin olores ni aquellos insectos que había visto en los mercados de mi niñez pude conocer bajo el alborozo que causo mi visita a estos expertos en cortes. Cada uno especializado en su metier, vendia desde gallinas completas con patas y todo, o abiertas con entrañas y huevos, hasta un chivo que partieron en porciones frente a mi. Pase de mesa en mesa atónita a la experiencia que me brindaban todos estos seres especiales; habían vísceras, perfectamente limpias entre ellas riñones, chinchullo, mondongo, testículos además de los mas comunes hígados y corazones.

Finalmente volvimos al solazo del medio día, ya transcurridas unas tres horas, y habiendo comprado un sombrero a mitad de camino para ver la llegada de los camiones de verduras y el relajado mundo que deambula por sus rededores. Entre bulteros alegres y ocupados se ven muchos deshojando cebolla larga, amontonados sobre cajas vacías de madera trabajando tranquila pero constantemente mientras se cuentan historias de la vida diaria. Por allí pasa un vendedor de pavos con el animal vivo, agarrado por las patas y posiblemente borracho por su tranquilidad; valía 60 mil pero lo dejaba en 35 si lo llevábamos. Una lastima pero no teníamos que hacer con el animal ya que yo viajaría en un par de horas, y además lo habría dejado en el patio de mi casa como sucedía cuando era pequeña que la tía Mella correteaba a Gigio, mi perro quien quería hacer fiesta con el pavo que ella iba a sacrificar para las fiestas navideñas.

Que día, que gran día. Son las 4y45 de la madrugada y no puedo dormir del entusiasmo que ha significado para mi vivir esta experiencia de niñez a mis casi 45 años. Volver a sentir como cuando era niña, el alborozo del mercado, la alegría irreverente de los vendedores, que con ciertas palabras no tan católicas se hacen chanzas. Fue vivir un poco una vida olvidada, una Navidad de nuevo. La luz de la computadora en la oscuridad del cuarto despierta a mi marido que mira aterrado pensando que algo extraño me pasa. Cuando se da cuenta que es que estoy feliz escribiendo me dice que estoy “goofy” y se voltea a dormir.

Gracias a todos por haberme recibido en su casa.

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